A los diecisiete años, Hyeonseo Lee no sabía apenas nada de cómo era el mundo más allá de las fronteras de Corea del Norte. Eso sí: su hogar, situado junto a la frontera China, le permitía tener algún atisbo de cómo era la vida en el exterior, a diferencia de sus conciudadanos, atrapados, como ella, bajo el hermético régimen de Kim Jong-un. De modo que cuando en los años noventa la hambruna asoló el país, Hyeonseo empezó a hacerse preguntas. Vivía rodeada de represión, pobreza y hambre: sin duda su país no podía ser, como le habían dicho, “el mejor del planeta”, ¿verdad?
Sin haber cumplido aún la mayoría de edad, Hyeonseo decidió escapar en dirección a la China. Tardaría doce años en volver a ver a su familia. El Gobierno sabía de su huida, y de haber intentado regresar se habría expuesto a la cárcel, la tortura e incluso la ejecución pública. Aprendió chino rápidamente, en un esfuerzo por adaptarse y sobrevivir, y más de una década después regresó al punto de partida con el objetivo de hacer pasar la frontera a su madre y a su hermano y establecerse en Corea del Sur, uno de los viajes más arduos, costosos y peligrosos imaginables.
Lo que se cuenta en este libro es la historia no sólo de la huida de Hyeonseo de la oscuridad a la luz, sino también de su paso de la infancia a la edad adulta, de su reeducación, de su habilidad para reconstruir con éxito su vida, no una vez, sino dos, primero en China, luego en Corea del Sur. Fuerte, valiente y elocuente, su voz es también buena prueba del triunfo del espíritu humano frente a la arbitrariedad de uno de los regímenes más brutales del mundo.
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