La llegada de Juan, quien desde hace años estaba lejos de la familia, altera profundamente la vida de Mario, quien parece haber “hipotecado” su vida al cuidado de su madre y del cáncer que ahora la tiene en fase terminal. Ni se reconocen, ni se entienden, pero de una u otra forma deben hacer equipo para brindar a su madre los cuidados paliativos que necesitará hasta el fin de sus días. La falta de recursos económicos los lleva a un punto de quiebre en el que las mentiras y la desconfianza sobrepasan, incluso, las necesidades de la enfermedad. Las heridas irreparables que ambos cargan desde una infancia conjunta que no conocemos, pero que intuimos como traumática, salen a flote cada vez con más fuerza hasta que parecen llevarlos a tocar fondo. Lo peor hasta el momento es un drama oscuro sobre la condición humana, el desafecto y la debilidad de los vínculos familiares cuando el yo es quien determina los actos. Pero es también una apuesta narrativa y estética que hace de la ruptura del relato, de la decadencia pintada desde el trabajo de arte, de las texturas propuestas para los escenarios, la luz y las sombras (físicas e imaginadas) y, por supuesto, el riesgo del peso actoral en la historia, los vehículos para una propuesta distinta de contar y hacer cine.
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