El Carmelo dominaba una vasta extensión del país; sus alturas eran visibles desde muchos lugares del reino de Israel. Al pie de la montaña, había sitios ventajosos desde los cuales se podía ver mucho de lo que sucedía en las alturas. Dios había sido señaladamente deshonrado por el culto idólatra que se desarrollaba a la sombra de las laderas boscosas; y Elías eligió esta elevación como el lugar más adecuado para que se manifestase el poder de Dios y se vindicase el honor de su nombre.
Frente al rey Acab y a los falsos profetas, y rodeado por las huestes congregadas de Israel, estaba Elías de pie, el único que se había presentado para vindicar el honor de Jehová. Aquel a quien todo el reino culpaba de su desgracia se encontraba ahora delante de ellos, aparentemente indefenso en presencia del monarca de Israel, de los profetas de Baal, los hombres de guerra y los millares que le rodeaban. Pero Elías no estaba solo. Sobre él y en derredor de él estaban las huestes del cielo que le protegían, ángeles excelsos en fortaleza.
Sin avergonzarse ni aterrorizarse, el profeta permanecía de pie delante de la multitud, reconociendo plenamente el mandato que había recibido de ejecutar la orden divina. Iluminaba su rostro una pavorosa solemnidad. Con ansiosa expectación el pueblo aguardaba su palabra. Mirando primero el altar de Jehová, que estaba derribado, y luego a la multitud, Elías clamó con los tonos claros de una trompeta: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él.” E White (Profetas y Reyes, Páginas 106, 107)
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