SOY NAAMAN Y MI HISTORIA ESTA ESCRITA EN LA BIBLIA, EN EL SEGUNDO LIBRO DE LOS REYES CAPITULO CINDO, DESDE EL VERSICULO UNO HASTA EL CATORZE. En el corazón palpitante de Siria, bajo el manto de un cielo que presenciaba el ascenso y la caída de incontables héroes, yo, Naamã, comandante supremo del ejército real, me erguía como columna vertebral de mi nación. Mis victorias en el campo de batalla eran leyendas vivas, cantadas por los poetas y grabadas en los corazones de aquellos que soñaban con gloria. La confianza que el rey depositaba en mí no era un regalo liviano; era el fruto de años de lealtad y derramamiento de sangre, de estrategias que cambiaron el destino de Siria. Mi nombre era sinónimo de victoria, mi presencia, un presagio de triunfo.
Sin embargo, en la quietud de la noche, lejos de los clamores de la guerra y los aplausos de la corte, me enfrentaba a un enemigo que ni la más afilada de las espadas podía herir, ni la más astuta de las estrategias podía derrotar. Una enfermedad había echado raíces en mi cuerpo, una lepra que poco a poco consumía mi carne, mi fuerza y mi orgullo. La ironía de mi situación era una amarga poción; el hombre que había llevado a Siria a incontables victorias, ahora se encontraba impotente ante un mal silencioso que amenazaba con despojarlo de todo.
Mi enfermedad era un secreto custodiado por un círculo íntimo, una sombra que se cernía sobre mi existencia dorada. La lepra, temida por todos, era un estigma, un sello de deshonra. En los momentos de soledad, contemplaba mi destino, preguntándome si el favor de los dioses me había sido retirado. ¿Era este el precio de la gloria, el eco de las batallas ganadas resonando en mi carne en declive?
Fue entonces, en el crepúsculo de mi desesperación, cuando una chispa de esperanza se encendió. Una joven esclava, traída de las tierras conquistadas de Israel, habló de un profeta en su tierra natal, un hombre de Dios capaz de realizar milagros. "Si mi señor estuviera con el profeta que está en Samaria, ciertamente lo sanaría de su lepra", dijo con una voz teñida de una fe inquebrantable. Sus palabras, simples pero cargadas de promesa, sembraron en mí una semilla de esperanza que no sabía que aún podía brotar.
La decisión de buscar este profeta, Eliseu, no fue fácil. ¿Cómo podría, un comandante venerado, buscar la ayuda de un extranjero en tierras distantes, basándome en las palabras de una esclava? Pero la desesperación tiene una forma peculiar de derribar las murallas del orgullo. Mi enfermedad, que había comenzado como una marca de vergüenza, se convirtió en el catalizador de un viaje que nunca imaginé emprender.
Preparé mi comitiva con el cuidado de un general que planea su estrategia más audaz. Elegí regalos dignos de reyes, plata, oro y vestiduras finas, no solo como muestra de mi estatus, sino también como símbolo de mi gratitud por la curación que aún no había recibido. Cada paso hacia Israel era un paso hacia lo desconocido, un acto de fe en la palabra de una niña, un testimonio del poder invisible que guía los destinos de los hombres.
Este viaje no era simplemente un desplazamiento de un lugar a otro; era una peregrinación hacia la posibilidad de redención, una búsqueda de curación no solo de mi carne, sino de mi alma. La lepra había erosionado más que mi piel; había desgastado la armadura de invencibilidad que había construido a lo largo de los años. Frente a este enemigo invisible, todas mis victorias pasadas parecían distantes, ecos de un pasado que no podía salvarme.
Así, partí hacia Israel, llevando conmigo la pesada carga de mi enfermedad, pero también el tenue hilo de esperanza que la joven esclava había tejido en mi corazón. No sabía entonces que este viaje me transformaría de maneras que la gloria y la batalla nunca pudieron. Estaba a punto de enfrentarme al mayor desafío de mi vida, no en los campos de batalla bañados por la sangre de mis enemigos, sino en las aguas tranquilas de un río en una tierra extranjera, bajo la mirada de un Dios que no conocía, pero que pronto aprendería a temer y amar.
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