Había una vez un joven llamado Lian que vivía en un pueblo rodeado de montañas. Lian era querido por todos, conocido por su corazón compasivo y su deseo de ayudar. Sin embargo, últimamente el pueblo se encontraba sumido en una tristeza que parecía imposible de aliviar. Las cosechas habían fallado, y la gente se sentía abatida y desesperanzada.
Lian, decidido a ayudar a su pueblo, empezó a buscar soluciones por todas partes. Hablaba con los ancianos, recorría los campos intentando revivir las plantas marchitas, y hasta se aventuraba en las montañas buscando respuestas en la naturaleza. A pesar de sus esfuerzos, nada cambiaba. La frustración comenzaba a apoderarse de él, y un día, exasperado, decidió subir hasta la cima de la montaña más alta, buscando alguna respuesta en la quietud de aquel lugar.
Al llegar a la cima, encontró a un anciano de ojos profundos que parecía haber estado allí desde siempre, observando el mundo en silencio. Lian, casi sin aliento, le pidió consejo.
—He hecho todo lo que he podido por mi pueblo —le explicó—. He intentado aliviar su sufrimiento, pero cada esfuerzo parece en vano. ¿Qué más puedo hacer?
El anciano lo miró con calma y le respondió:
—Lian, has intentado cambiar las cosas desde afuera, como quien intenta borrar las ondas de un lago lanzando más piedras. El cambio que buscas no vendrá desde la superficie.
Lian no entendía del todo, pero el anciano continuó:
—Para ayudar a los demás, primero debes comprender el silencio en ti mismo. Si llevas dentro la misma desesperación y frustración que intentas aliviar afuera, solo estás reflejando ese mismo caos. Ve a la orilla de este lago —le indicó el anciano, señalando un lago escondido entre las montañas—, y observa.
Intrigado, Lian se acercó al lago. Se quedó en silencio, observando su reflejo en la superficie tranquila. Entonces, el anciano le dijo:
—Mira tu reflejo. Ese eres tú, pero también eres las profundidades de ese lago. No puedes cambiar las aguas desde fuera; debes ir dentro y descubrir la paz que siempre ha estado allí.
Lian cerró los ojos, y en ese silencio comenzó a notar su propia agitación, la prisa por resolver, el impulso de luchar contra todo aquello que parecía estar mal. Poco a poco, fue dejando ir esas emociones, y sintió que su interior comenzaba a calmarse. Al abrir los ojos, el lago seguía allí, tranquilo, reflejando el cielo sin perturbaciones.
El anciano sonrió.
—Ahora, vuelve a tu pueblo, pero no intentes cambiar a los demás. Lleva esta paz contigo y permite que sea tu guía. Cuando actúes desde esa quietud, los demás verán en ti algo distinto, y algunos tal vez encuentren en sí mismos el deseo de cambiar.
Lian regresó al pueblo, y aunque no intentó convencer a nadie de nada, su serenidad comenzó a influir en aquellos que lo rodeaban. En lugar de forzar soluciones, escuchaba con calma y respondía desde su paz interior. Con el tiempo, las personas en el pueblo notaron su cambio y, poco a poco, el ánimo de todos comenzó a elevarse.
El cambio en el pueblo fue lento pero profundo, y Lian comprendió que el verdadero impacto no había estado en sus acciones desesperadas, sino en la transformación que había ocurrido dentro de él.
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