La noche ocupa uno de los momentos más genuinos de la amplia programación tradicional de la Bajada de la Virgen de las Nieves. Muchos de los actos principales de su itinerario transcurren precisamente en esas horas; el Festival del siglo xviii, el Carro Alegórico y Triunfal o la Danza de Enanos, que alarga su periplo hasta el alba, son sólo algunos ejemplos representativos del protagonismo que la nocturnidad tiene y ha tenido en el arco temporal de las semanas lustrales.
Pero qué duda cabe de que la fiesta nocturna por excelencia de la Bajada de la Virgen es el desfile de la Pandorga que, cada cinco años, recorre en dos filas interminables la arteria principal de Santa Cruz de La Palma. Miles de farolillos de colores y formas diferentes (casitas, gatos, perros, ratones, jirafas, elefantes, etc.) son llevados calle arriba por un ejército infinito de jovencísimos porteadores, a los que se suman también otras generaciones: hermanos mayores, primos, padres y amigos. Una masa de luces conquista por unas cuantas horas la ciudad, envuelta por el olor de la cera de las velas, la animosa música para banda y el sonado griterío de la chiquillería. Su corta vida finaliza con la quema de las caperuzas en el cauce del barranco de Nuestra Señora de las Nieves.
En su origen, la voz pandorga designaba en el ámbito hispánico la «Junta de variedad de instrumentos, de que resulta consonancia de mucho ruido», según constata la acepción recogida en 1737 en el tomo v del Diccionario de Autoridades de la Real Academia de la Lengua. Pero en Canarias, este fin de fiesta, habitual en toda clase de representaciones parateatrales como las mojigangas o los entremeses, hubo de evolucionar hasta convertirse en un número independiente que hacía su aparición en la tranquila vida cotidiana con ocasión de alguna celebración extraordinaria, y en el que la luz, en contraste con la noche, puntuaba su rasgo más característico.
En La Palma, las primeras noticias conocidas de la Pandorga se documentan en la recepción hecha al obispo de la Diócesis Nivariense Luis Folgueras Sión en su visita a la isla en diciembre de 1830, año de Bajada: «Los primeros días, luego que cesó de llover, el venerable clero de la ciudad celebró la venida de su ilustrísimo prelado con regocijos públicos, una noche con el carro y la danza de niños y música, y otra con una iluminación abundante, que los naturales llaman la Pandorga, además de las iluminarias de las tres noches primeras, y repiques generales que son de costumbre».
A lo largo del siglo xix, los testimonios se multiplican en cada edición. En 1860, el periodista José María Fernández Díaz (Santa Cruz de La Palma, 1806-?) comentaba en su crónica de las fiestas lustrales que la Pandorga, «al decir de los extranjeros y peninsulares, y demás forasteros, es puramente palmera. Esta fiesta siempre gusta, y a pesar que iba algo desordenada y escasa de caperuzas, estuvo buena».
Durante cuatro largos meses, un taller, compuesto por artífices voluntarios, dan forma a los faroles, construidos con varillas de madera y papel de colores, al que se une una vara de madera, de un metro o más de largo, que eleva el farolillo y sirve asimismo como asidero. Gracias a esta labor, anónima y generosa, la noche de Pandorga da luz a la ciudad y anuncia la venida de la Virgen.
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