El régimen fascista militar que usurpaba las instituciones españolas, consciente de que debía buscar una fórmula de continuidad a su sistema corrupto, no encontró otra alternativa que retornar a la monarquía, que en el fondo representaba los mismos valores clasistas, terratenientes, corruptos y católicos que defendían los franquistas, y que les había llevado a su "cruzada de liberación" contra la barbarie marxista.
Sabían que la dinastía de los Borbones se había extinguido con la huída del país -y consiguiente abdicación de facto sin designar regencia ni sucesor- del funcionario royal Alfonso Borbón Aubsburgo-Lorena, sobre el que sabían que recaía una sentencia condenatoria, en rebeldía, por alta traición a España, que además le había privado de cualquier derecho y prerrogativa regia, sentencia que los franquistas, aferrados al formalismo legalista antidemocrático como nadie, sabían que no podían anular.
Para los franquistas monárquicos -tanto monta, monta tanto-, no era cuestión de hacer revivir esta causa jurídico-constitucional -que sabían era cosa juzgada e inamovible- y, además, no podían prescindir del valor como ídolo del fascista Francisco Franco, al que no podían quitar de en medio para poner a un gilipuertas venido del exilio a colgarse las medallas, de manera que la mejor forma de sortear los escollos jurídicos respecto de una dinastía monárquica inexistente, era empezar desde cero, con una nueva línea dinástica, dotada de la legitimidad que ellos entendían suficiente e incuestionable, como era la legitimidad del Alzamiento Nacional. Esta fue la doctrina que hicieron proclamar al funcionario Juan Carlos Borbón, cuando juró como sucesor a título de rey ante las Cortes franquistas.
Por eso los franquistas prescindieron de los descendientes de Alfonso Borbón, que había fallecido en el exilio, en Roma, viviendo de todo lo que robó en España, aunque lógicamente su familia y sus hijos, como la ex-reina Victoria Eugenia y Juan Borbón, pretendían, con mucha caradura porque durante la guerra no se les vió el pelo, que el chollo recayera en ellos, con una visión, por cierto, muy poco inteligente de cuál era la mejor solución para encauzar el desaguisado dinástico provocado por su padre al huir de España como un miserable cobarde.
Seguros, pues, los franquistas del apoyo norteamericano, inglés y alemán a la solución monárquica propuesta para el futuro del régimen (fueron reconocidos por Naciones Unidas), se empeñaron en la educación de Juanito Borbón desde la niñez, algo que no satisfacía a su familia, pero era algo más que nada y con Juanito metido en la pomada siempre podrían sacar tajada para seguir viviendo del cuento. Una educación fundamentalmente militar, que iría unida a un amplio programa de infiltración del pupilo entre la sociedad y el populacho ignorante, que lo admitía todo como papanatas, para lo que el régimen le mandaba a inaugurar y visititar toda clase de operetas y actos, que además permitían al dictador militar, Francisco Franco, liberarse de la pesada carga de los actos públicos, sorteando con ello las posibilidades de ser asesinado, pues era un claro objetivo fascista a batir por los opositores al régimen.
De entre ese programa de propaganda y promoción del nuevo funcionario royal, se contaban una serie de filmaciones, posados y fotografías, como el que ilustran las imágenes, para forjar ante el populacho un cierto prestigio de Juanito, al que presentan como un jóven estudioso, afanado en devorar sesudos tratados en su biblioteca.
Era aquella una España de botijo, de gañanes, de campos de trigo, de guardias civiles y de sotanas. Una España retrotraída al siglo XIX, que había destruído a lo más granado de su poder intelectual y científico. Una España que hacía ardorosas semblanzas póstumas de sus egregios capitostes culturales, como ocurrió con el director de la Real Academia de la Historia, Agustìn González de Amezúa, a quien con ocasión de su fallecimiento en 1956, el panfleto franquista ABC dedicó una serie de loas hagiográficas, incrustando entre ellas anuncios publicitarios de insecticidas, con el llamativo reclamo de ¡Abajo las moscas!, y él de "corpore insepulto" en su despacho de la Academia. Estos eran los contrastes de una España invertebrada, como lo es hoy, que aún no ha logrado insertarse plenamente en la modernidad, prensida a los atavismos medievales de las sotanas y de los blasones armóreos.
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