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La noche del 28 de febrero de 1953, Josef Stalin celebró una reunión en Kúntsevo con su círculo de hombres de confianza. En dicho encuentro los invitados vieron una película y se retiraron a altas horas de la madrugada, cuando Stalin se fue a dormir.
Al día siguiente, Stalin no salió de su cuarto y no llamó ni a los criados ni a los guardias. Nadie se atrevió a entrar en su habitación hasta que, sobre las diez de la noche, su mayordomo forzó la puerta y lo encontró tendido en el suelo, junto al diván, vestido con la ropa que llevaba la noche anterior y sin apenas poder hablar.
El dictador había sufrido un ataque cerebrovascular que, tras unos días de agonía, le causó la muerte el 5 de marzo. Al menos así reza la teoría oficial, sobre la que rondan innumerables incógnitas y la sospecha del asesinato.
Una vez descubierto al dictador tendido sobre el suelo de su habitación, su hombre más fiel entre los fieles, Lavrenti Beria, fue el primero en asistirle, pero lo hizo al parecer con cierta parsimonia. Se dice que no convocó a los doctores hasta pasadas 24 horas del ataque.
El primero en propagar la teoría del envenenamiento fue su alcoholizado hijo Vasily, que, desde el principio, denunció las negligencias médicas que rodearon la muerte de su padre. Sin embargo, el máximo sospechoso, más allá de los médicos a los que el propio Stalin acusó de conspiradores, siempre ha sido Beria.
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